Cómo conocimos a Alexander
Renato Quintero Arredondo
Estábamos en casa de mi cuñado Marcos, el hermano más chico de mi esposa, nos había invitado cenar y, antes de despedirnos, escuché las noticias de que en China habían cerrado una ciudad por un brote de una enfermedad, el nombre de la ciudad y de la enfermedad era lo de menos. Sentí un ligero escalofrío, porque recordé cómo la influeza había hecho estragos, aunque la gente lo negó. Sí, esta nueva enfermedad desconocida y en la que nadie creía, hizo que un piso del hospital se llenará de pacientes, y dos familiares míos, uno cercano y otro más lejano, pero igual de importantes, dejaran tristes y abatidas a sus familias.
Días después, mis hijas entraron muy serias a mi recámara a decirnos la situación en la que estábamos y era la siguiente: ellas o nosotros tendríamos que irnos durante un tiempo porque la enfermedad no se iba a poder controlar; y menos cuando conocemos a los humanos, lo buenos que somos para romper reglas y desobedecer órdenes. Ellas estarían muy ocupadas en los hospitales trabajando, corrían mucho riesgo de enfermarse y, por lo tanto, de contagiarnos a nosotros. La idea no nos agradó para nada. Ellas acababan de regresar a casa, Daniela después de cuatro años, volvía de Monterrey de hacer su residencia; y Aniela, la más pequeña, terminaba su residencia aquí en Culiacán, pero la mirábamos tan poco que era como si estuviera en otra ciudad. Gaby, la más grande, está en Obregón trabajando desde que terminó su especialidad, pero cuando viniera ya no podríamos verla. Y por supuesto que las quería ver, oír, disfrutar, reírnos de las cosas que pasan todos los días, abrazarlas y hacer en las comidas esas discusiones sobre medicina que tanto se dan en casa, ver la televisión hasta muy tarde cuando su madre las corre para que se duerman, porque no se quieren ir a su cuarto; ir al cine y después a cenar a sus lugares favoritos desde q eran niñas, y disfrutar la ciudad y disfrutarlas a ellas. Pues ellas fueron muy optimistas y nos dijeron que sería poco tiempo, y empezamos a tomar lo básico, un poco de ropa, los medicamentos, después de cierta edad sin medicamentos ya no puedes vivir, unas cuantas cobijas, libros y la colección de series y películas que tenemos, y de ahí fuimos por un reproductor de dvd, ya q mi Sra. Esposa estaba incrédula de que esta situación durará poco y, por si acaso, se extendía, quería tener en que entretenerse.
Y aterrizamos con mi suegra. A ella la veíamos de lunes a viernes por la tarde, todos los días, es una Sra. Mayor, incapacitada para caminar, así que requiere de compañía siempre. Pues los primeros días, mi esposa tenía muchas actividades programadas, entre ellas hacer unas macetas, poner plantas nuevas, hacer ropa de cama; llegaron las ciruelas y envasó fruta para que no se desperdiciara, pero la mentada pandemia se instaló y se fue alargando y yo hasta leí algunos libros. Pero cuando el encierro nos empezó a hacer mella, sobre todo, por la preocupación de tantos conocidos amigos, compañeros y ex compañeros de trabajo enfermos; y luego algunos de la familia que enfermaron: un hermano que falleció y el pendiente de mis hijas, que todos los días se encerraban por horas y más horas, sin comer y sin dormir, con su cara toda maltratada por las mascarillas y viendo ese horror, donde hasta sus compañeros morían preguntándose tantas veces si ellas serían las siguientes. Visitándonos por minutos, mirándonos de lejos, y todos con la misma pregunta en su cabeza: ¿nos veremos de nuevo? Todo eso nos empezó a sumir en una situación de miedo permanente. Y las noticias no eran nada alentadoras. Así, pues, un día mi señora dijo: “vamos a caminar, el bordo del canal está solo, ponte el cubre bocas y ponle la correa a la perra, nos vamos a volver locos aquí encerrados pensando”. La Gorda, así le digo a mi perra, aunque su nombre para la cartilla es Militzi, historia triste y larga de contar, y también le digo Tonta cuando no hace caso. fue tan feliz de salir a la calle, después de tanto tiempo encerrada que iba toda contenta. Uno podría pasar desapercibido caminando, pero no mi Gorda, ella es un imán para los niños a los cuales ama; no así a los perros, a los cuales ataca sin importar raza ni tamaño, y sí, ahí donde la ven, con su cara de no rompo un plato, ha mandado perros y a personas adultas, o sea a mí, al hospital, dos veces me mordió el dedo con el que checo mientras la intentaba separarla de mi otra perra chihuahueña, a la cual le fracturó la cabeza. Desde entonces, una habitaba la mitad de mi casa; y la otra, la otra mitad y santo remedio. Pues los niños la miraban pasar por el bordo y se acercaban a tocarla, aclaro que ella será incapaz de morder a un niño porque le encanta que jueguen con ella. Pues, a los tres o cuatro días, salió un niño y nos pregunta si puede acompañarnos, le contesta mi esposa que no, que necesita que le dé permiso su mamá; y él, todo sonriente, contesta: “ya le pregunté”, y muy desenfadado agarra camino junto a nosotros y la Gorda. Más adelante, nos pide la correa para pasearla él, y le preguntamos ¿cómo te llamas? Y contesta muy seguro: Me llamo Alexander, a lo cual mi esposa le comenta, ¿sabes que tienes el nombre de un emperador?, y él gira su cabeza, mientras la Gorda lo jala en dirección contraria, pues ella siempre quiere ir en sentido contrario al que la llevamos, y pregunta ¿qué es un emperador? Creo que no acababa de preguntar, cuando Gaby, mi esposa, ya estaba arrepentida, como aquella vez que llevo silbatos a los niños del kínder para festejar a una de mis hijas, los cuales acertadamente luego cambió por pastel de cumpleaños, antes de que nos volvieran locos con tanto ruido. Pues luego preguntó ¿Qué es un imperio, un reino y un principado, una república y todas esas palabras nuevas que no conocía. ¿Ustedes creerán que, al siguiente día, ahí estaba junto con otros niños listo para caminar, no sin antes preguntar si le regalábamos a la perrita? Yo le dije que no podíamos, que era como de la familia y que se pondría triste si no nos veía, y ni tardo ni perezoso, aclaró: “bueno, cuando se mueran me puedo quedar con ella”. tal vez algo sabía de la pandemia que otros no, y a lo mejor se sentía con tanta suerte que podría heredar a la Gorda.
Al siguiente día, estaba esperándonos con una pregunta ya bien pensada y, sin más la dejó caer: ¿Cómo en cuánto tiempo piensan que se van a morir? Mi Sra. se sonrió, yo la verdad pues como que sí me escamé. Mira que abusan, pensé, quiere la perra y para pronto. Otro día que nos estaba esperando, el tema fue el Olimpo de Zeus y todo el séquito de dioses que lo habitaban, para qué servía cada uno de ellos, cómo empezó todo el pleito y por qué a Zeus le llovían los reclamos por andar de enamorado. Nunca hemos visto un niño más interesado en la mitología griega. Otro día le tocó a la mitología escandinava, y así había tanto que contar y Alexander era todo oídos y preguntas. Un día preguntó porque el cielo, a esas horas, era de color rosa, al unísono la respuesta fue porque se está casando una princesa; ésa era siempre la respuesta cuando recogíamos a nuestras niñas de clases de inglés, francés, de natación, pintura, ballet, todas exhaustas, tiradas en la parte trasera del carro preguntaban ¿por qué el cielo está color de rosa? La respuesta era siempre la misma: “se está casando una princesa”.
Un día de ésos, Alexander tenía ganas de ser escuchado y nos contó una historia de terror que dejaría sin dormir al más valiente, su rostro se iluminaba de ver la cara de susto que teníamos. Todo iba bien, sólo que pasamos por una huerta con unos árboles todos secos, y mi esposa le pregunta: ¿sabes por qué están secos esos árboles? Y él contesta, todo seguro, “porque están viejos” Y le dice ella: no, esos árboles todos fueron sembrados al mismo tiempo. Alexander no se iba a quedar con la duda y preguntó: ¿Entonces qué pasó? Y ella contesta: cuentan que ahí colgaron a unas brujas y por eso se secaron. Él dijo que no creía en esas historias, pero se perdió por varios días el paseo de la tarde.
A los días volvió a integrarse y estaba muy comunicativo, como dirían, ni ocupó Tehuacán para desembuchar todo. Nos contó de su casa en el rancho donde él vivía antes, junto a su papá hermanos y abuelos, en una casa grande con un patio que llegaba hasta la orilla del río, los árboles frutales que tenían y los animales de granja y perros que eran sus mascotas. “Sólo que un día mataron a mi papá y tuvimos que venirnos a vivir aquí todos y no podemos volver, sólo tenemos a mi papá en una foto y mi mamá, a veces, le pone veladoras, pero yo todas las noches platicó con él y le pido que nos cuide a mis hermanitos y a mi mamá y a mí, porque aquí donde vivimos hay muchos alacranes y mi mami nos deja solitos para irse a trabajar”. Dijo que su papá tenía planes para que ellos estudiarán lo que quisieran cuando fueran grandes, y él quiere ser médico, pero militar, para atrapar a los que mataron a su papá.
Alexander es bueno para negociar, un día mi esposa barría la calle y él se ofreció a ayudar y le preguntó mi esposa: ¿Cuánto cobras por barrer? Y él dice: como 10 pesos y se queda viendo la calle y pregunta hasta donde. Le responde que toda la calle y refunfuña: ¿Y por qué barre toda la calle, a usted no le toca la mitad, le toca a la Sra. de enfrente? Y Gaby le aclara que la vecina está enferma y no puede barrer. Bueno, pues, entonces, serán 20 pesos. Por las tardes, salimos a la banqueta de la casa, ahí tómanos café, ese día ya estaba instalado muy baladí y todo, y le decimos ¿a dónde vas tan guapo? Responde muy serio: “mire para allá, volteando, al final de la calle, mire, hay un brincolín, están poniendo mesas y ya llegó el de los tacos”. Pues, órale, tendido, le dije, ¿Qué esperas para ir? Y me dice muy triste: ya fui y me corrieron. Pues no importa, vuelve a ir. Y me aclara: “No, nos corrieron a todos”. ¿Y cuáles son todos? Con sus pequeños dedos fue mencionando a sus compañeros en desgracia, a los que habían corrido de la fiesta, y parece que los invocó porque llegaron todos los demás a sentarse a su lado. Mi señora se metió a la casa y trajo algo de dinero, y les dice: “tengan, cómprense una piza y un refresco”. Tan más salados, volvieron momentos después con el dinero en la mano, las pizzas estaban cerradas. Pues, niño, dijo mi esposa, ya tocaba comer galletas con leche. Sacó Galletas y unos vasos desechables y ahí sentaditos vieron de lejos la piñata, pero muertos de la risa.
La pandemia siguió y siguió, lo bueno fue que, lejos en la distancia, mi amigo, el maestro Frías, me comentó la idea que tenía rondando en su cabeza, de que escribiera lo que yo quisiera; y me habló por teléfono para proponerme lo de crear un Blog para que publicáramos todos los que quisieran participar en él. ¿Y qué tal que él no hubiera hecho el Blog? Ustedes no conocieran las travesuras de Alexander, ni que fui Rey en Campo Romero; no sabrían de cómo don José alimentaba a sus pajaritos; tampoco del gran amor de Rosina por su mamá; o la visión de la educación de gente que sabe mucho del tema, como un maestro que con la varita de un árbol corregía a tantos niños traviesos. Son tantas historias, tantos pensamientos y sentimientos relatados y compartidos en este Blog del Maestro Frías, que nos han ayudado a que esta pandemia sea menos abrumadora, menos tediosa y menos agobiante.
Información de: https://relatosfrias.blogspot.com/2021/04/me-llamo-alexander-lo-cual-mi-esposa-le.html